Se
me ha atragantado un trocito de pena,
como
una tristeza que se adhiere
a
todo lo que toco
a
todo cuanto veo.
El
miedo se evidencia
cuando
no es la cama quien me hace temblar
y
un frío nervioso, como pretexto y excusa,
me
invade y provoca la indecisión de mis manos.
El
traqueteo de un tren que se parece a mi pulso
y
me hace dudar de si voy o vengo,
si
me marcho o me quedo,
si
te quiero,
si
me quiero
o
nos queremos,
y
es difícil discernir entre soledad y compañía
si
te pienso tanto que no hay diferencia
entre
el tiempo que paso acariciando el silencio
cuando estás conmigo
-porque
yo siempre estoy contigo,
aun
cuando no estoy-.
No
puedo, sin embargo, abandonarme
por
miedo a que en el descuido
de
quien no tiene tiempo para pensarse
desvele
una sonrisa que lleve tu nombre
y
no puedan más que sentenciar,
sin
juicio previo,
que
tu presencia está bien en la vida de otros
pero
que sólo eres un contratiempo incomprensible
en
mi idealismo magnificado por su estupidez
y
caiga como imperativo categórico
su
incuestionable experiencia
sobre
gente como tú que no eres tú,
como
reducir la humanidad
al
resentimiento de Hitler,
al
imperialismo europeo
o
al amor desgastado, meditado y desechado
que
caracteriza la costumbre de muchos.
Y
ahora te digo
que
perdones mis dudas,
que
leas los besos y disfrutes las palabras,
que
me leas a oscuras
porque
estaré allí, si tú quieres,
porque
no habrá luz que pueda negártelo.
Tú
y yo sabemos que el amor
no
es reducción de nada ni a nada,
pero
no se lo digas a ellos
porque
si lo repites las suficientes veces
puede
que comprendan la vida
y
sea entonces demasiado tarde.
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